Dos
expediciones arqueológicas - una de
ellas apoyada por el Instituto de Arqueología
Andina- acaban de internarse en la selva
del Perú en busca de una antigua ciudad
indígena.
Deberán
fatigar implacables kilómetros de
jungla antes de acceder a la espesa
Tierra de los Antis -hoy Madre de
Dios- el lugar donde se supone estaba
la otrora mística Paititi. Se trata
de esa inconquistable meta de aventureros
del siglo XVI, tantas veces confundida
con El Dorado, a quien la leyenda
atribuyó habitantes de extraña procedencia
y construcciones no menos singulares,
«cuyos techos cubiertos de oro y piedras
preciosas refulgían desde lejos bajo
el sol, y cuyas calles estaban pavimentadas
con adoquines de oro».
¿Qué
similitud tiene Paititi con aquel
otro indescifrable misterio de la
desaparecida ciudad de Esteco? ¿Quiénes
eran esos extraños hombres blancos
que se habían anticipado al conquistador
español? ¿Por qué nunca pisaban las
iglesias según refieren los Cronistas
ni se persignaban en nombre del Señor?
La cosmovisión de América precolombina
ofrece para quién lo quiera ver un
insospechado mundo de sorpresas. Aprisionado
en las entrañas del Continente se
oculta, bajo el peso de los siglos,
el esplendor de una antiquísima civilización.
No hablamos de los incas, ni de los
mayas, ni de los aztecas, ni de aquellos
otros conglomerados indígenas con
los que comúnmente se maneja la antropología
tradicional. Hablamos de cierta presencia
inconfundible en estas tierras, de
la que se han hecho eco algunos autores,
y sobre el conjunto de esta vasta
civilización que, según novísimas
teorías, también cultivaron las grandes
sabanas que se extienden al este de
los Andes, desde el Caribe hacia el
Sur.
¿Qué quedó de aquellas culturas que
levantaron colosales construcciones
arquitectónicas, avanzados cuerpos
de legislación social, conocían sistemas
de comunicación altamente sofisticados,
practicaron imaginativos métodos administrativos,
y explotaron la tierra con inusual
tecnología? ¿Qué destino tuvieron
esos Imperios florecieron que desarrollaron
artesanías inigualables, y después
de alcanzar cumbres de grandeza fueron
desapareciendo paulatinamente? .
A esta altura de las investigaciones
muy pocos dudan que con anterioridad
a la llegada de Colón, el continente
americano ya era conocido por antiguos
viajeros. Desde la cartografía de
Ptolomeo, pasando por los sugestivos
relatos de Menassah ben Israel y las
más flamantes revelaciones del neozelandés
Barry Fell, hay testimonios que así
lo prueban. Pero para no caer en exceso
de simplicidad, que frecuentemente
conduce a equívocos, conviene anotar
algunos antecedentes sobre esta nueva
perspectiva que está reclamando desde
hace tiempo una impostergable revisión.
América tuvo civilizaciones que, según
la tesis clásica de Spengler, alcanzaron
su apogeo y su decadencia. John Collier
dice que el Imperio Inca en Sudamérica
tuvo curiosos rasgos de analogía con
lo que fue el antiguo Imperio Romano.
Por que del mismo modo en que ambos
desaparecieron también dejaron en
su respectivo «tempo» imperecederas
huellas físicas y culturales. Muchas
de esas huellas llegaron al Viejo
Mundo por relatos de navegantes precolombinos,
y otros sólo se conocieron a través
de documentación posterior.
Vale la pena señalar algunas singularidades
de la vida cultural y social de esas
civilizaciones, que se mantuvieron
como una presencia constante a lo
largo de los años, y cuya gravitación
aún perdura en forma perceptible en
las modalidades y costumbres de no
pocos pueblos de América.
Por ejemplo, llama la atención la
actitud de los incas frente a la riqueza.
Se sabe que no conocían el dinero
en ninguna de sus formas y, como seres
colectivos (¿antecedente remoto del
kibbutz?), su patrimonio lo constituía
la agricultura. No admitían la existencia
de tierras muertas, «los lugares no
solamente existían sino que vivían».
No menos intrigantes fueron las costumbres
de otras civilizaciones de Mesoamérica,
donde pueblos de rica inspiración
artística, como lo fueron los mayas,
aztecas, toltecas y zapotecas, levantaron
monumentos de singular riqueza. Los
primitivos habitantes de México -como
es sabido- conocían como pocos las
leyes de la astronomía y dejaron un
calendario que aún hoy es motivo de
admiración.
Entre
otras expresiones culturales legaron
una densa producción literaria en
forma de pergaminos que, lamentablemente,
se perdió desde que «el primer obispo
cristiano de México los reunió para
hacer con ellos una gran hoguera en
la plaza de la ciudad, y por todo
el territorio fueron buscados y luego
destruidos, salvo un puñado de ellos
que han sobrevivido hasta nuestros
días».
Los aztecas tenían un ajustado sentido
de la ecuanimidad y practicaban un
concepto de justicia moderada. Se
basaban en la restitución al individuo
perjudicado y no en el castigo al
culpable. Perseguían como propósito
la resocialización del reo. Sólo las
leyes de la guerra -tan abominables
entonces como hoy- empalmaban con
ciertas aberraciones de carácter teocrático
como lo es el sacrificio humano. Se
ha podido establecer, sin embargo,
que ese sacrificio formaba parte de
la conciencia ceremonial de este pueblo.
De ningún modo era degradante para
la víctima, ni ofendía sus sentimientos.
Cuando uno acomete la lectura de algunos
textos sobre mitos de estas antiquísimas
culturas, nota inmediatamente que
muchos de ellos reproducen, con cierto
margen de corrupción, sugestivas constantes
de inspiración bíblica. Si bien es
sabido aquello de que un mismo mito
se ha reproducido en numerosas culturas,
aquí se da una tal pluralidad de analogías
que cabría preguntarse: ¿Qué conocimiento
de la Biblia pudieron tener esos pueblos
antes de la llegada de Colón al Continente?
¿Qué significa en boca de los aztecas,
por ejemplo, la historia de la Torre
de Cholula, esa extraña construcción
que por querer llegar al cielo incurrió
en la cólera de Dios? ¿Quién fue Balán.Mitzé,
esa suerte de Moisés americano que
con la magia de su varita separaba
las aguas de los ríos? ¿Cuál fue el
origen de una antojadiza versión del
Diluvio que tuvo como protagonista
a Coxcox y a Xochiquetzel? ¿Qué similitud
ofrece la inmolación de Ixtlilxóchitl
con aquel otro su lejano antecesor,
que habría de ser sacrificado en el
Monte de Moria? Es verdaderamente
como para reflexionar.
Pero limitémonos a enunciar algunas
posibilidades de validez universal
que no pretenden, sin embargo, agotar
el tema. Hay quienes afirman la teoría
de la intercomunicación de los continentes.
Para quienes esto sostienen, las poblaciones
indígenas que habitaron la ladera
occidental de los Andes, el Valle
de México y otras regiones interiores
de América, tuvieron su linaje progenitor
en sucesivas migraciones de Asia que
transpusieron el helado estrecho de
Behring durante el periodo pleistoces.
Otros
conceptúan en cambio que viajeros
ultramarinos que arribaron al Continente
antes de Colón -vikingos, fenicios,
hebreos-, trajeron entre sus alforjas,
entre otras cosas, la vieja sabiduría
bíblica. Si bien es cierto que resulta
difícil establecer una nítida frontera
entre lo que no lo es tanto, quienes
apoyan esta tesitura van mucho más
allá. Entre ellos, el profesor americano
Cyrus Gordon. Este catedrático de
la Universidad de Brandeis anunció
en un trabajo titulado «Before Columbus:
links betweenn the Old World and ancient
America», publicado por «Turnstone
Press», que en una excavación realizada
en 1890 en Bat Creek (Tennessee),
se halló bajo unos restos humanos
una extraña pieza pictográfica atribuida
en un principio a los indios cheroquíes
que poblaban la región. Estudios posteriores
comprobaron que dicha inscripción
correspondía «a caracteres hebreos-siriacos
semejantes a los de las monedas acuñadas
por Bar Kojbá durante la gran guerra
del año 135 contra Roma». La susodicha
inscripción decía: Le Yehud, lo cual
traducido equivale a: A Judea. Por
lo que se dedujo que el texto se refería
a un judío de Palestina prófugo tras
la derrota de su patria que, sin duda,
se había exiliado en el Nuevo Mundo
catorce siglos antes de Colón. Aún
hoy muchos filólogos pretenden develar
el misterio de ciertas raíces semíticas
en lenguas aborígenes, como si alguna
influencia exógena hubiera precedido
su arquitecturación. Y hay quienes
asocian la similitud entre métodos
de trepanación craneana que practicaron
en América los Incas, antes de la
conquista del Perú, con los que se
conocían en Palestina durante la segunda
mitad del Reino Judaico. Esto que
se ha dado en llamar «la historia
antes de la historia», reabre al mismo
tiempo una apasionante controversia.
Hay estudiosos que creen en el desarrollo
autárquico de las civilizaciones
de América. Contrariamente a otros
que sostienen que a la historia hay
que repensarla sobre la base de procesos
dinámicos de trasculturización
Ciertamente
son puntos de vista. Para Gerard Walter
«el placer de la historia es el
descubrimiento permanente de la verdad,
la marcha tenaz hacia la luz, el esfuerzo
obstinado de la inteligencia para
librarse de los prejuicios, de las
invenciones, de lo que deshonra al
espíritu humano».
Tomado de Tribuna Israelita, núm.
352